"En primer lugar, las cosas resultan diferentes de lo que uno piensa". Esta frase procede de Wilhelm Busch. Desde su época, la vida y la prosperidad en Europa han dependido de la ciencia y la tecnología. Antes de que ambas se convirtieran en una profesión, personas como Alexander von Humboldt y Johann Wolfgang von Goethe se dejaron llevar por su curiosidad por la naturaleza y emprendieron sus observaciones para encontrar su propio lugar en la estructura cósmica.
Tras las grandes mentes llegaron personas más sencillas como Christian Friedrich Boehringer o Heinrich Emanuel Merck, que, por ejemplo, querían reducir la mortalidad infantil y suministrar antipiréticos, por lo que crearon desde sus farmacias las empresas basadas en la investigación que pronto constituyeron lo que hoy conocemos como industria farmacéutica. Este desarrollo dotó a la revolución industrial de una sólida base científica, que fue apoyada y promovida por la filosofía de esta época, conocida como la Ilustración. Su dimensión social incluía la convicción de que el mundo podía ser captado y comprendido racionalmente. En el siglo XVIII, la gente estaba convencida de que una persona ilustrada sólo necesitaba plantearse preguntas racionales sobre el mundo para responderlas con la misma racionalidad y así conocerlo. Con la creciente confianza en la racionalidad a finales del siglo XVIII, la gente creía que se podía predecir el futuro del mundo y planificar la historia de la sociedad, en lo que la ciencia desempeñaba un papel decisivo.
Pero llegó el siglo XIX y con él la revolución romántica. Mientras que la Ilustración creía que podía utilizar medios racionales para decir cómo se podían realizar los planes de la gente de una forma orientada a los objetivos, el Romanticismo truncó esta visión del mundo. Demostró que las personas tenían que decir adiós a la univocidad que esperaban y que no había respuestas fiables a las preguntas sobre el curso de acción correcto. Surgió la idea de que la razón por sí sola no podía aclarar claramente lo que debía hacerse por el bien de la humanidad, porque las decisiones asociadas implicaban valores morales que las personas tenían que crear por sí mismas, lo que las convertía en artistas que, en última instancia, diseñaban su mundo y a sí mismas en él. La gente ha utilizado y vivido esta libertad creativa, con consecuencias globales. El futuro es imprevisible y sigue abierto. ¿Quién lo querría de otro modo?
